Vivimos en tiempos convulsos y peligrosos donde, más que nunca, necesitamos el apoyo, consejo y guía de un padre bueno, diligente, amoroso y comprometido. Recibimos tanta información a diario, nos bombardean desde tantos frentes a la vez que, muchas veces, por muy adultos que seamos, podemos hallarnos en aguas traicioneras sin saber exactamente qué hacer.
Llamar a papá
Durante ejercicios de canotaje en la isla Wight al sur de Inglaterra, John Roberts, un joven profesor de la Universidad de Oxford, de treinta y cuatro años, se volcó en aguas traicioneras. Suspendido y sostenido de su pequeña embarcación y solo agarrando su teléfono celular, el primer impulso de Roberts fue llamar a su padre. Al asustado hijo no le importaba que su progenitor, Dylan Michael Roberts, estuviera entrenando tropas británicas en Abu Dhabi, a 4900 kilómetros de distancia.
Sin demora alguna, el padre transmitió la llamada de auxilio de su hijo a la instalación de guardacostas más cercana al sitio donde este se encontraba (irónicamente estaba a menos de un kilómetro y medio de distancia) y en doce minutos un helicóptero rescató al agradecido John Roberts de su desesperante apuro. Todo se solucionó al tener, valorar y llevar a cabo la idea de llamar a papá.
Todos necesitamos llamar al Padre
El padre del psicoanálisis, el neurólogo austríaco de origen judío, nacido en 1856 y una de las mayores figuras intelectuales del siglo XX, Simon Freud, llegó a escribir: «No me cabe concebir ninguna necesidad tan importante durante la infancia de una persona que la necesidad de sentirse protegido por un padre». Y no solo en la infancia. Al igual que en la historia de Roberts: todos necesitamos llamar al Padre.
Y con esto no me refiero al papá terrenal que tiene limitaciones de tiempo, espacio o incluso con mal temperamento. Me refiero al que nos hizo y pensó desde el principio. «Ahora pues, Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste; así que obra de tus manos somos todos nosotros» (Isaías 64:8). Somos, todos nosotros, criaturas suyas; convertidos en hijos cuando aceptamos al que él envió (San Juan 3:16 – 18).
Tu padre, Dios, te ama
Hijos amados, creados para buenas obras, a los cuales él se ha comprometido socorrer. «Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré; Le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre. Me invocará, y yo le responderé; Con él estaré yo en la angustia; Lo libraré y le glorificaré. Lo saciaré de larga vida, Y le mostraré mi salvación» (Salmos 91: 14 – 15). Sin importar las aguas bravas, sobre todo ante los peligros del hoy.
Y no importa la edad que tengamos o el tiempo que haya pasado desde la última vez que le hicimos una plegaria. El Padre no te reclamará, siempre estará dispuesto a ayudarnos; con la familia, el matrimonio, los hijos, el trabajo, los objetivos. Su trono queda mucho más allá de Abu Dhabi, pero su línea directa está conectada a tu convencido y necesitado corazón. Ve a él en el momento de la angustia. Ve a él cuando debas agradecer sus favores. Nunca es tarde, para llamar a Papá.